Aileene descubrió que no era como el resto cuando cumplió los dos años. Estaba en el prado, junto con un grupo de niños de su edad que hacían lo que hacen los críos: balbucear y decir palabras inconexas mientras juegan a romper la hierba o a tirarse puñados de tierra entre sí. Ella, por el contrario, ya era capaz de construir largas frases y parlamentos. A veces hablaba sola, cuando nadie estaba cerca. Sin embargo en presencia de los demás permanecía callada y reservada porque pensaba que si hablaba los adultos se la llevarían a otro sitio y por la noche su cara reflejaría el cansancio que veía en los ojos de su madre. Las vecinas reiteraban una y otra vez que a Aileene estaba enferma. Brona la miraba con ternura, suspiraba y continuaba con sus labores. A su hija no le pasaba nada. Ella era así. 


Pocos días antes del solsticio de verano, cuando ya había cumplido los diez años, la niña jugaba distraída con una muñeca mientras su madre la peinaba con cuidado. Los cabellos rubios, casi blancos, caían lánguidos enmarcando la cara de la pequeña, en la que destacaban unos enormes ojos grises. Nunca le había cortado el pelo. Y nunca le había crecido más allá de la cintura. Brona disfrutaba de esos momentos en soledad con Aileene, alejada del bullicio de la aldea. Allí sólo estaban ella y su hija. Nada de habladurías ni comentarios viperinos. 

- Esta tarde en el río los escuché otra vez. Decían que se acercaban grandes lluvias. Y que ningún animal sobreviviría. - comentó Aileene preocupada - No me dio tiempo a ver dónde estaban, pero los sentí allí.

- No te preocupes, cariño - su madre siguió peinándola con suavidad -. Guardaremos a los animales en el establo y cerraremos bien las puertas cuando veamos las nubes. No va a pasar nada.

- Pero mamá, eso mismo dijeron la otra vez, y los Sullivan lo perdieron todo. Fue horrible ver a todas aquellas ovejas muertas en el prado... - su voz se ensombreció mientras abrazaba a la muñeca de trapo.

Broona dejó el cepillo en el suelo. Recordaba las historias. Unos ochenta años atrás fuertes lluvias arrasaron el condado y muchas familias perdieron sus casas y sus bienes. Los Sullivan habían sido los más perjudicados: todas sus ovejas se ahogaron en la inundación. Sus abuelos contaban la historia cada vez que había una noche de tormenta. Jamás le había contado aquella historia a Aileene porque odiaba hablar sobre animales muertos.

Diez días más tarde comenzó la lluvia. Al principio fue tímida, gotas pequeñas y casi imperceptibles. Pero no cesaban. A las pocas horas ya el repiqueteo del agua sobre el tejado ya era casi molesto y la tierra alrededor comenzaba a enfangarse. Brona corrió al establo y aseguró bien las puertas. Sólo tenían tres gallinas, una vaca y seis ovejas, pero para ellas era más que suficiente. Aseguró puertas y ventanas y volvió a casa con su hija.

- Cuéntame otra vez cómo conociste a mi padre- pidió la niña -.

- Ya conoces la historia, Aileene.

- Pero me gusta mucho escucharla.

- Tu padre -comenzó Brona con ensoñación- era un señor del norte. Viajaba con sus hombres para conocer el condado. Era muy bueno, ¿sabes? Se preocupaba porque no nos faltase de nada, incluso ordenó a su médico personal que atendiera a los enfermos mientras estuvo aquí. Si no llega a ser por él, el viejo Niall no lo habría contado. Esa tos casi se lo lleva a la tumba.

- Deberían haber usado el musgo de agua antes.

- ¿Y tú cómo lo sabes?

- Me lo dijeron ellos. En el río. Al principio no entendía lo que decían, parecían susurros muy bajos. Pero poco a poco comencé a escuchar palabras. Ahora los entiendo muy bien y me han contado muchas cosas sobre las plantas del río. Cómo usar el musgo, que la pulsatilla es buena para la calentura o que la amapola ayuda a dormir. Si no llego a entenderlos bien, hoy nos habríamos ahogado ahí fuera. Creo que quieren ayudarnos, pero nunca los veo.

- Sigue escuchándolos. Pero nunca los sigas - contestó Brona tajante.

- ¿Por qué?

- Porque te lo digo yo, que soy tu madre.



La noche antes de cumplir catorce años, Aileene escuchó un ruido en la ventana. Se cubrió la cabeza con un paño y se asomó con cuidado. En el alféizar había un pequeño ramillete de dalias. Abrió los ojos sorprendida: no florecía hasta dentro de seis meses. Lo sabía bien porque era la flor favorita de Brona. Las cogió con cuidado y las puso sobre la mesa. Al día siguiente se las enseñaría a su madre, se alegraría mucho.

La niña del pelo rubio y liso se arrepintió siempre de no haber llevado las flores a Brona: nunca llegó a verlas. Días después decidió arrancar todas las matas de dalias que había a su alrededor. Las mujeres de la aldea pensaron que se había vuelto loca. Cuchicheaban a sus espaldas y cuando se cruzaban con ella bajaban la mirada. Muchas pensaban que ella había sido la culpable de la muerte de la madre. Pero no se lo decían a la cara.

Aileene vivió sola el resto de su vida. En Sahmhain pasaba la noche entera en el bosque, arropada por reflejos que sólo veía por el rabillo del ojo. Se sentía segura y aunque no comprendía bien qué pasaba, sentía que ese era su lugar. Allí en el bosque, o en el río, con las voces. Iba a diario, sólo para escuchar. Allí fue donde Brona la encontró, cuando era un bebé, junto al tocón de un roble viejo. Su madre nunca se lo contó. Ni tampoco que su esposo la abandonó cuando la vio llegar con una niña rubia de larga cabellera. Por eso cuando a Brona se le encendían los ojos contando la historia del amable señor, Aileene se callaba la verdad: su madre merecía ser feliz, pensando que ese hombre bondadoso y atento, al final, la había amado. Una mentira contada mil veces podía acabar siendo una verdad en la memoria de las personas.
 


Muchos años después, cuando intuyó que su hora estaba próxima, fue al río. Pero esa noche no volvió. Se desvistió y entró en el cauce muy lentamente. Su cabello plateado se expandió mecido por la suave corriente del agua. Segundos después sintió cómo ella misma estaba en todas partes. En el musgo de los árboles, en el viento que soplaba en las copas y en la hierba del suelo.

Vio a un niño pequeño que tiraba guijarros al agua. Le pidió que no tuviese miedo. El crío levantó la cabeza extrañado, como quien oye un ruido que no identifica. Después siguió jugando hasta que una mujer joven se acercó corriendo con aspecto preocupado.

- Te he dicho mil veces que no te acerques al río. O las sidhe podrían cambiarte.